Siempre resulta más fácil criticar que elogiar. Parece estar debajo de la piel del ser humano la disposición a ver la paja en el ojo ajeno. Con todo, ha sido mi privilegio sorprenderme al lado de personalidades singularísimas a las que me unió alguna idea, algún proyecto, una camarilla de amigos, alguna ligazón idealista o laboral. Personas, generalmente mayores, que espléndidamente me brindaron su amistad porque era de la nobleza de su espíritu acercarse a los demás.
Estuve rodeado en otras ocasiones de verdaderos truhanes, sin saberlo. Curiosamente, a ellos me ligó también alguna actividad idealista mía o de mis amigos, en la que tanto ellos como yo sucumbimos más ante la ambición que a la cautela, solo para encontrarnos luego muy cerca de ladrones, estafadores y pilluelos de cuello blanco, juramentados constitucionalmente.
Tendría unos 27 años cuando fui al palacio presidencial por primera vez a ver la celebración de quien en ese momento nos devolvía al país. Guatemala no estaba lista para la rectitud manifestada entonces por Efraín Ríos-Montt. Al contrario, tras el derroche de violencia, intriga e ingratitud que desgarraba al país, sus pláticas motivacionales difícilmente podrían ser dimensionadas por lo que eran. En un país de moral podrida, por la defensa del Estado y de los pobres respectivamente, todo era sospechoso o malo. De ahí que el mandatario que rescató al país de una mas agravada guerra civil era un loco al que muy pocos entendieron o apreciaron. Que durante el gobierno civil siguiente nunca me acercara a juntas palaciegas, hoy lo veo providencial.
Unos años después visite de nuevo el palacio, esta vez para ver la estrepitosa caída de uno de esos hombres que había visto crecer a escala sobre humana. La visita, al principio de la crisis, era parte de un grupo gremial que negociaba una salida política a una acción que no tenía retorno, el golpe de Estado de Jorge Serrano. Jorge se había mostrado amigo y me había preparado un salvoconducto para ser parte del grupo de “religiosos” que hablaría con la guerrilla en Quito, y les conminaría a deponer las armas y a firmar la paz.
Después de eso participé en un sinfín de actividades gremiales, corrigiéndole “la plana” a los acuerdos de paz; promoviendo la participación privada en la infraestructura del país; defendiendo las ideas de la libertad, entonces ya armado con todo la escafandra liberal como ex alumno de la Universidad Francisco Marroquín. Sin ser político llegué a conocer muy de cerca a personajes famosos unos, infames otros, mientras en la vida académica había conocido a personas generosísimas que, precisamente por ser intelectuales, eran poco apreciados en la selva y la barbarie.
¿Por qué evocar estos pasajes? Porque la Guatemala de hoy tiene tanto de esa historia que yo vi. El conflicto armado nos dejó la cultura de la muerte y la indiferencia a la vida humana que hoy es moneda corriente. Nos hizo creer que los que proveen trabajo son malos guatemaltecos y que robarles e irrespetar su propiedad esta bien, lanzandonos al abismo del abuso de unos a otros, tan vergonzosamente natural entre guatemaltecos. Nos hizo perder la poca sensibilidad jurídica que teníamos y nos tornó en monstruos que desarrajan, siguiendo líderes que hacen de la política chisporroteos, mientras saquean y asquean.
¿Y de los hombres buenos, los inteligentes, comedidos y bondadosos que no roban, no mienten y no abusan? De esos quedan pocos en política, solos, sin pueblo y sin dinero; no ofrecen ni han hecho negocios, tampoco venden curules. Pero si este pueblo se vistiera de la decencia que su religiosidad y moral suponen, buscaría a esos líderes y les porfiaría ser gobernado por ellos. Les propondrían proteger al ser humano y hacer valer el artículo 140 de la Constitución (y el Titulo II capitulo Primero), y firmarían tal acuerdo Edy Suger, Adela de Torrebiarte, Harold Caballeros y Ricardo Castillo Sinibaldi, con Ninet Montenegro como testigo de honor.
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