Hace casi doscientos años, el moralista escocés, posteriormente reconocido además como el padre de la ciencia económica, Adam Smith, advirtió:
El político que tratase de dirigir a los hombres en el modo como deben emplear sus capitales, no sólo se cargaría a si mismo con una función totalmente innecesaria, sino que asumiría una autoridad que no puede ser confiada con seguridad a ningún consejo ni senado, y que en ninguna parte sería tan peligrosa como en las manos de un hombre que tuviese la locura y la presunción suficientes para imaginar que era capaz de ejercerla.
Es obvio que todo aquel que está en contra de la libertad de producir, servir, consumir, o invertir cada quien su patrimonio sin coerción ni privilegios, es decir, en contra de la economía libre de mercado supone previamente la posibilidad de la omnisciencia por parte del que dirigirá o guiará a los hombres para que no puedan hacer lo que libremente escogerían hacer, o bien, para que se vean obligados a hacer lo que libremente no hubiesen escogido hacer.
El que está a favor de la libertad no trata de imponer coercitivamente su criterio a los actos de los demás. El que defiende la libertad basa su postura en la premisa que los demás sabrán escoger cómo disponer de su patrimonio, qué hacer y qué no hacer, y que el deber del estado es proteger los derechos de libre, honrada y pacífica disposición de patrimonio, tiempo, talento o energías, y nunca la de asumir postura paternalista so pretexto que los hombres no sabrán encauzar sus decisiones hacia su propio mejoramiento, vale decir, el de la sociedad.
En una sociedad libre, sin embargo, el dirigente tiene como único instrumento la persuasión pacifica y será seguido mientras y en tanto su dirección sea voluntariamente aceptada por sus conciudadanos.
La postura paternalista necesariamente se basa en la presunción de incompetencia de los demás y la superioridad de motivaciones y juicios por parte del proponente, quien, si no forma parte del gobierno, se identifica con él al hacer sus recomendaciones.
Tal postura es, obviamente, la típica actitud de un gobierno dictatorial de izquierda o derecha, o de cualquier acto aislado de carácter dictatorial. Las dictaduras siempre presuponen tal cuasi-omnisciencia para justificar la omnipotencia.
Y claro, tal postura no necesariamente se circunscribe a individuos o grupos oligárquicos. Una mayoría también, por mayoría de votos, puede destruir o anular todos los derechos de la minoría, cuando pragmáticamente sostiene que la mayoría «manda» sin limitaciones.
Aquel que pretende sustituir con sus propios 'juicios valorativos, el juicio de sus conciudadanos, y no tiene inhibiciones para utilizar el poder coercitivo del gobierno para imponer su criterio, es un dictador en cuanto a tal acto concierne, y por lo tanto lejos de estar contribuyendo al progreso de la sociedad, aunque tenga éxito su gestión, habrá contribuido en forma considerable a regresar a épocas pasadas, cuando todavía no se había reconocido el valor que para la sociedad tiene, el respeto al derecho individual del hombre.
La presunción de omnisciencia es muy común y toma muchas formas; y atrás de cada «omnisciente» se esconde un « petit dictateur». (Cuentan las malas lenguas que durante la reciente crisis francesa, el omnisciente Charles de Gaulle, solo y ante la imagen del Sagrado Corazón, se dirigió solemnemente a ella y le dijo: ¡Sagrado Corazón, ten confianza en mí!»).
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